Estaba seco. La última gota de agua lo había abandonado mucho tiempo atrás. A pesar del fuerte sol que ya comenzaba a ocultarse y el calor, no sudaba; no tenía cómo. Su lengua rozaba ruidosamente sobre la dentadura a cada movimiento.
Un paso, otro. La cima estaba ahí, la podía ver. Y sí, estaba seguro que este monte era el último, no había más colinas que escalar, más valles que cruzar, llegaba. Apenas su cabeza sobrepasó la cúspide y pude ver la pequeña villa en las faldas, supo que había vencido a la naturaleza. Todo el desierto, vencido por su propia voluntad.
Habría llorado de la emoción, si sus lagrimales no estuvieran tan secos como la tierra detrás de él. Sabía, en todo caso, que pronto lo haría; la emoción de la victoria lo acompañaría siempre.
Sí, muy pronto. Pocos cientos de metros lo separaban de su meta, y todo el camino de bajada. Sería un juego de niños después de todo lo que había luchado para llegar hasta ahí. Unos cuantos pasos. Pero primero necesitaba descansar un momento. ¿No sería un error llegar a gatas? Sí, mejor llegar caminando, victorioso, sin muestras de lo cerca que estuvo de no llegar. Sólo necesitaba reposar las piernas y tomar un poco de aire. Un segundo solamente y después en marcha.
La caravana se puso en marcha apenas salió el sol. No habían cruzado la primera colina cuando uno de los niños comenzó a gritar. Un cuerpo, sentado sobre una roca, la cabeza entre las manos. No respiraba. Llevaba varias horas muerto.
El guía llamó impaciente al grupo a seguir adelante. Uno más que había retado a la naturaleza, y perdido.
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