18 de mayo de 2008

Cuatro

Nunca vi un horizonte. Cuando miraba por una ventana, lo único que encontraba eran los cristales del edificio vecino y los que lo rodean. Unos más cortos, otros titánicos, aparecen, crecen, caen y son reemplazados por otros, opacando la línea tras kilómetros de concreto.
Y no digo esto a la ligera. El horizonte fue mi sueño. No buscaba fama o fortuna, no me interesaba llegar hasta él o saber qué se esconde tras sus faldas; aspiraba únicamente a mirar su planaridad.
El hombre nunca fue un obstáculo para mí. Ninguna colección de músculos o cerebros es capaz de frenar la determinación de un enfermo. Dediqué las primeras semanas de mi vida adulta a hallar el estructura más alta de la ciudad. No fue tarea fácil. Analizar cerca de mil quinientos kilómetros cuadrados de bloques, usualmente privados, se dice en meras once palabras, pero requiere varios pares de zapatos para ejecutarse.
Finalmente elegí la Torre Cristal, una larga lanza achatada de la punta, llegando a una altura de setesientos metros. Su cuerpo dotaba a los más crédulos de un hogar que iba desde los ciento treinta metros cuadrados en la base, hasta los ridículos cuarentaydos en la punta. Su precio aumentaba con el número de pisos que debía recorrer el ascensor.

Me tomó una vida de sacrificios, negocios sucios y noches en vela conseguir el dinero suficiente para comprar el penthouse y hacer que el dueño anterior sufriera un accidente que lo obligara a buscar una habitación más cercana al suelo. No me arrepentía de nada, al fin lograría ver la línea del fin de mi mundo.

Las ansias me mataban durante los tres minutos que me tomó llegar a la cima de la torre. Me tomó otros tres abrir la puerta por culpa de mis manos temblorosas. Corrí hasta la ventana, y comencé a llorar: nada más que montañas frente a mi.
No espero que entiendan o perdonen mis actos, sólo quiero que comprendan mis motivos.
Nunca vi un horizonte. La naturaleza me venció donde el hombre fracasó.


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