Por cuarta o quinta vez talló sus ojos. Sabía que nada cambiaría, pero era casi imposible de creer. Las leyendas, al parecer, eran ciertas. O al menos, aquellas que hablaban del color lo eran.
Delante de él, lo único que se veía era gris. El nombre de Planicie Gris era errado; el color dominaba, pero el paisaje estaba lejos de ser plano. Accidentes geográficos cubrían el área, montes, montañas, cañones y grutas hacían su aparición por diversas zonas. Y sin embargo, eran casi invisibles. Ahora, con la luz directa del medio día, apenas se distinguían por la débil sombra que projectaban, o que les cubría. Incluso el horizonte era difícil de divisar, el cielo ligeramente más pálido que la tierra debajo.
Con algo más de esfuerzo, pudo distinguir dos o tres árboles en la lejanía. Siempre del mismo color, tan inmóviles como su contorno. Ningún otro ser vivo o nada que se le pareciera.
Cuando encontró un área que lo satisfizo, se detuvo y abrió su saco. Era ora de probar las otras leyendas. Extrajo una enorme lona roja y la extendió frente a sí, clavado cuidadosamente cada esquina en la tierra para evitar que volase. Después midió el centro exacto, y ahí se arrodilló a esperar. Comenzaba a anochecer, el negro sería un bienvenido cambio de color.
Pasó una larga noche de frío, sin moverse, sin dormir, e incapaz de ver nada. Apenas el gris comenzó a cubrir el mundo de nuevo, una pequeña mancha se volvió visible a la distancia. Poco a poco se volvía más grande y visible. Un anciano se acercaba muy lentamente.
Tuvieron que pasar varia horas antes de que el anciano alcanzara la lona. Se detuvo en la orilla, como temeroso de su color. ¿Qué quieres? -- preguntó buscamente.
- Un trueque
- ¿Un trueque?, ¿qué tienes tú que me pueda interesar?
- Esta lona, y otra del doble de su tamaño. Son tuyas a cambio de un poco de tu posión.
El viejo alzo los labios, sus ojos brillando.
- ¿Has venido hasta aquí por una vieja leyenda?
- Hasta ahora ha resultado ser cierta.
- ¿Y crees que te la daré por dos míseras lonas?
- De acuerdo, ¿qué quieres?
- Si conoces tan bien las leyendas, sabrás ya la respuesta a tu pregunta.
Bajó la mirada, sabía la respuesta, y debía hacer el sacrificio.
- Muy bien, aquí está mi cuchillo.
El anciano sacó dos botellas. Tomando la mano del otro hizo un corte preciso en la muñeca, y llenó la más grande de las botellas con la sangre que fluía de la incisión. Después usó el cuchillo para cortar su propia mano. Un viscoso líquido gris escapó lentamente desde ese viejo cuerpo a la pequeña botella. Dio esta botella al otro, y se fue con su ración de sangre.
Cincuentaydos
13 de abril de 2011
6 de abril de 2011
La burla
Parte segunda
Intenté respirar hondo y menear la cucharilla dentro la taza de blanca, con su despreciable contenido, para calmarme. Pero era imposible. Alguien de mi altura y posición no debía soportar semejante trato, pero no sabía qué hacer.
La imagen se repetía una y otra vez en mi memoria. Una joven morena mostrando todos sus dientes, inclinada hacia el oído de su amiga rubia que me miraba sin ningún pudor, con una sonrisa típica de las alemanas de su edad. Era obvio qué hacían ahí: se burlaban. Más obvio aún era a quién se dirigían esas burlas: a mí.
Por unos segundos me rehusé a darme por vencido. No debía permitir que dos féminas sin educación me arruinaran el resto de una jornada ya bastante desagradable. Miré en otras direcciones e intenté distraerme con los cientos de semillas de amapola en mi plato, pero la imagen de esas dos con sus burlas no dejaba a mi mente en paz.
Mis manos comenzaron a temblar e, inevitablemente, un pedazo de pastel resbaló de mi tenedor, dejando una enorme traza cremosa sobre el chaleco. Era más de lo que podía soportar. Me levanté de golpe, gritando "espero que ustedes dos se pierdan en el infierno" mientras me giraba para señalarlas directamente. El grito se ahogó de pronto en mi garganta, y fue reemplazado rápidamente por una carcajada que, por las miradas que recibí, confirmó mi falta de cordura a todos los otros clientes del local. De frente a mí, todavía señalado por mi dedo extendido, la fotografía publicitaria de una clínica dental.
Intenté respirar hondo y menear la cucharilla dentro la taza de blanca, con su despreciable contenido, para calmarme. Pero era imposible. Alguien de mi altura y posición no debía soportar semejante trato, pero no sabía qué hacer.
La imagen se repetía una y otra vez en mi memoria. Una joven morena mostrando todos sus dientes, inclinada hacia el oído de su amiga rubia que me miraba sin ningún pudor, con una sonrisa típica de las alemanas de su edad. Era obvio qué hacían ahí: se burlaban. Más obvio aún era a quién se dirigían esas burlas: a mí.
Por unos segundos me rehusé a darme por vencido. No debía permitir que dos féminas sin educación me arruinaran el resto de una jornada ya bastante desagradable. Miré en otras direcciones e intenté distraerme con los cientos de semillas de amapola en mi plato, pero la imagen de esas dos con sus burlas no dejaba a mi mente en paz.
Mis manos comenzaron a temblar e, inevitablemente, un pedazo de pastel resbaló de mi tenedor, dejando una enorme traza cremosa sobre el chaleco. Era más de lo que podía soportar. Me levanté de golpe, gritando "espero que ustedes dos se pierdan en el infierno" mientras me giraba para señalarlas directamente. El grito se ahogó de pronto en mi garganta, y fue reemplazado rápidamente por una carcajada que, por las miradas que recibí, confirmó mi falta de cordura a todos los otros clientes del local. De frente a mí, todavía señalado por mi dedo extendido, la fotografía publicitaria de una clínica dental.
30 de marzo de 2011
La burla
Parte primera
Una desviación inesperada terminó por conducirme a Lipsia, donde habría de pasar la noche antes de retomar mi rumbo. No teniendo nada mejor que hacer, me decidí por una velada de buena música.
Cubierto con mi traje recto de tres piezas, a líneas claras, pañuelo rojo y chistera a juego, caminé los pocos metros que me separaban de la iglesia de San Nicolás. Honestamente, habría preferido una ópera pasional pero, siendo la tierra de Bach y con la poca inspiración que produce el gran edificio de piedra donde se presenta la Compañía de Ópera de la ciudad, un concierto para órgano tenía su atractivo.
El concierto habría sido monumental en casi cualquier otra locación, pero con la pésima acústica que provocan sus columnas, el horrible color de su interior--¡por Dios, una iglesia rosa y verde! ¿en qué estaban pensando?--y la gente que no tiene la menor idea de cómo guardar silencio para escuchar la convirtieron en un martirio. Cuando finalmente los ecos del instrumento terminaron, dejando sólo el eterno murmullo de los visitantes, me escabullí usando toda mi voluntad para no empujar a los que me cerraban el paso.
Necesitaba relajarme. La mejor opción, pensé, sería sentarme en uno de los famosos cafés de la ciudad a disfrutar una bebida caliente y la vista. No tardé en encontrar un buen candidato en una esquina, con vista al antiguo palacio municipal y la plaza principal. Tomé un asiento en el exterior y ordené un chocolate caliente.
Comenzaba a relajarme gracias al vaivén de los lipsienses, cuando llegó mi chocolate. Era realmente asqueroso: tan líquido que era casi agua, con un sabor que me hacía pensar en la misma substancia. Respiré hondo y ordené, mejor, un pan dulce; mejor aprovechar sus éxitos, y no pedirles saber de chocolate.
Apenas el mesero me había dejado un pedazo de pastel de amapola, escuché un extraño ruido a mi lado derecho. Miré discretamente en esa dirección y rápidamente dirigí la vista en otra dirección. No soy de esos vulgares que miran fijamente a la gente. Pero en ese instante tuve tiempo de ver una imágen que me enfureció. Al inicio no estaba seguro, así que aventuré mi vista nuevamente por un instante en esa dirección. Esta vez no había ninguna duda, y lo que ahí pasaba era inconcebible e imperdonable.
Una desviación inesperada terminó por conducirme a Lipsia, donde habría de pasar la noche antes de retomar mi rumbo. No teniendo nada mejor que hacer, me decidí por una velada de buena música.
Cubierto con mi traje recto de tres piezas, a líneas claras, pañuelo rojo y chistera a juego, caminé los pocos metros que me separaban de la iglesia de San Nicolás. Honestamente, habría preferido una ópera pasional pero, siendo la tierra de Bach y con la poca inspiración que produce el gran edificio de piedra donde se presenta la Compañía de Ópera de la ciudad, un concierto para órgano tenía su atractivo.
El concierto habría sido monumental en casi cualquier otra locación, pero con la pésima acústica que provocan sus columnas, el horrible color de su interior--¡por Dios, una iglesia rosa y verde! ¿en qué estaban pensando?--y la gente que no tiene la menor idea de cómo guardar silencio para escuchar la convirtieron en un martirio. Cuando finalmente los ecos del instrumento terminaron, dejando sólo el eterno murmullo de los visitantes, me escabullí usando toda mi voluntad para no empujar a los que me cerraban el paso.
Necesitaba relajarme. La mejor opción, pensé, sería sentarme en uno de los famosos cafés de la ciudad a disfrutar una bebida caliente y la vista. No tardé en encontrar un buen candidato en una esquina, con vista al antiguo palacio municipal y la plaza principal. Tomé un asiento en el exterior y ordené un chocolate caliente.
Comenzaba a relajarme gracias al vaivén de los lipsienses, cuando llegó mi chocolate. Era realmente asqueroso: tan líquido que era casi agua, con un sabor que me hacía pensar en la misma substancia. Respiré hondo y ordené, mejor, un pan dulce; mejor aprovechar sus éxitos, y no pedirles saber de chocolate.
Apenas el mesero me había dejado un pedazo de pastel de amapola, escuché un extraño ruido a mi lado derecho. Miré discretamente en esa dirección y rápidamente dirigí la vista en otra dirección. No soy de esos vulgares que miran fijamente a la gente. Pero en ese instante tuve tiempo de ver una imágen que me enfureció. Al inicio no estaba seguro, así que aventuré mi vista nuevamente por un instante en esa dirección. Esta vez no había ninguna duda, y lo que ahí pasaba era inconcebible e imperdonable.
23 de marzo de 2011
Explosión
- ¡Apúrense! ¡Mi estómago está por explotar! - una voz gritó al otro lado, apenas se conectó la llamada; la operadora no pudo siquiera dar su nombre.
- Voy a necesitar que se tranquilice, señor. ¿Podría por favor
- Pero es que no entiende - interrumpió un nuevo grito - ¡está a punto de explotar!
- Por favor, señor. Para poder ayudarlo, necesito que se calme y me informe de lo sucedido; ¿ingirió usted algo?
- No hay tiempo para eso, ¡envíen inmediatamente a un experto!
- Ya informamos a los paramédicos, y van en camino a su casa, pero
- ¿Paramédicos? ¿Y para qué demonios quiero yo a un grupo de paramédicos en mi casa? ¿Es que está usted sorda? Necesito que venga un experto, mi estómago va a explotar.
- Señor, si me dice qué comió, tal vez pueda
- ¡Oh por dios! ¿Qué tengo que hacer para convencerla? Pareciera que quiere que me quede aquí esperando para morir.
- No, señor, discúlpeme, estoy solamente tratando de ayudar. ¿Me puede explicar cuál es el problema?
- Mi estómago va a explotar. Muy pronto.
- Pero señor, ¿qué lo hace decir eso? ¿siente algún dolor?
- Simplemente lo sé, y no queda mucho tiempo.
- Tranquilo, intente ahora respirar
Un agudo ruido interrumpió la conversación de golpe. La llamada se cortó inmediatamente después.
La operadora Lobato tomó la siguiente llamada.
- Voy a necesitar que se tranquilice, señor. ¿Podría por favor
- Pero es que no entiende - interrumpió un nuevo grito - ¡está a punto de explotar!
- Por favor, señor. Para poder ayudarlo, necesito que se calme y me informe de lo sucedido; ¿ingirió usted algo?
- No hay tiempo para eso, ¡envíen inmediatamente a un experto!
- Ya informamos a los paramédicos, y van en camino a su casa, pero
- ¿Paramédicos? ¿Y para qué demonios quiero yo a un grupo de paramédicos en mi casa? ¿Es que está usted sorda? Necesito que venga un experto, mi estómago va a explotar.
- Señor, si me dice qué comió, tal vez pueda
- ¡Oh por dios! ¿Qué tengo que hacer para convencerla? Pareciera que quiere que me quede aquí esperando para morir.
- No, señor, discúlpeme, estoy solamente tratando de ayudar. ¿Me puede explicar cuál es el problema?
- Mi estómago va a explotar. Muy pronto.
- Pero señor, ¿qué lo hace decir eso? ¿siente algún dolor?
- Simplemente lo sé, y no queda mucho tiempo.
- Tranquilo, intente ahora respirar
Un agudo ruido interrumpió la conversación de golpe. La llamada se cortó inmediatamente después.
La operadora Lobato tomó la siguiente llamada.
16 de marzo de 2011
Victoria
Un paso, otro. Moverse era cada vez más difícil. Levantar una pierna, adelantar el pie unos cuantos centímetros y dejarlo caer de nuevo, era mucho más de lo que se sentía capaz de resistir. Apenas comenzaba a tensar un músculo, cualquiera que este fuera, sentía la agonía del calambre resurgir de sus nervios. Era increíble que hubiera llegado tan lejos, pero más sorprendente aún era que sus pies continuaran llevándolo hacia adelante.
Estaba seco. La última gota de agua lo había abandonado mucho tiempo atrás. A pesar del fuerte sol que ya comenzaba a ocultarse y el calor, no sudaba; no tenía cómo. Su lengua rozaba ruidosamente sobre la dentadura a cada movimiento.
Un paso, otro. La cima estaba ahí, la podía ver. Y sí, estaba seguro que este monte era el último, no había más colinas que escalar, más valles que cruzar, llegaba. Apenas su cabeza sobrepasó la cúspide y pude ver la pequeña villa en las faldas, supo que había vencido a la naturaleza. Todo el desierto, vencido por su propia voluntad.
Habría llorado de la emoción, si sus lagrimales no estuvieran tan secos como la tierra detrás de él. Sabía, en todo caso, que pronto lo haría; la emoción de la victoria lo acompañaría siempre.
Sí, muy pronto. Pocos cientos de metros lo separaban de su meta, y todo el camino de bajada. Sería un juego de niños después de todo lo que había luchado para llegar hasta ahí. Unos cuantos pasos. Pero primero necesitaba descansar un momento. ¿No sería un error llegar a gatas? Sí, mejor llegar caminando, victorioso, sin muestras de lo cerca que estuvo de no llegar. Sólo necesitaba reposar las piernas y tomar un poco de aire. Un segundo solamente y después en marcha.
***
La caravana se puso en marcha apenas salió el sol. No habían cruzado la primera colina cuando uno de los niños comenzó a gritar. Un cuerpo, sentado sobre una roca, la cabeza entre las manos. No respiraba. Llevaba varias horas muerto.
El guía llamó impaciente al grupo a seguir adelante. Uno más que había retado a la naturaleza, y perdido.
Estaba seco. La última gota de agua lo había abandonado mucho tiempo atrás. A pesar del fuerte sol que ya comenzaba a ocultarse y el calor, no sudaba; no tenía cómo. Su lengua rozaba ruidosamente sobre la dentadura a cada movimiento.
Un paso, otro. La cima estaba ahí, la podía ver. Y sí, estaba seguro que este monte era el último, no había más colinas que escalar, más valles que cruzar, llegaba. Apenas su cabeza sobrepasó la cúspide y pude ver la pequeña villa en las faldas, supo que había vencido a la naturaleza. Todo el desierto, vencido por su propia voluntad.
Habría llorado de la emoción, si sus lagrimales no estuvieran tan secos como la tierra detrás de él. Sabía, en todo caso, que pronto lo haría; la emoción de la victoria lo acompañaría siempre.
Sí, muy pronto. Pocos cientos de metros lo separaban de su meta, y todo el camino de bajada. Sería un juego de niños después de todo lo que había luchado para llegar hasta ahí. Unos cuantos pasos. Pero primero necesitaba descansar un momento. ¿No sería un error llegar a gatas? Sí, mejor llegar caminando, victorioso, sin muestras de lo cerca que estuvo de no llegar. Sólo necesitaba reposar las piernas y tomar un poco de aire. Un segundo solamente y después en marcha.
La caravana se puso en marcha apenas salió el sol. No habían cruzado la primera colina cuando uno de los niños comenzó a gritar. Un cuerpo, sentado sobre una roca, la cabeza entre las manos. No respiraba. Llevaba varias horas muerto.
El guía llamó impaciente al grupo a seguir adelante. Uno más que había retado a la naturaleza, y perdido.
25 de mayo de 2008
Cinco
Cuando vi la sangre caer desde mi hombro, punzante e inmóvil, carente de brazo, supe que estaba dormido.
18 de mayo de 2008
Cuatro
Nunca vi un horizonte. Cuando miraba por una ventana, lo único que encontraba eran los cristales del edificio vecino y los que lo rodean. Unos más cortos, otros titánicos, aparecen, crecen, caen y son reemplazados por otros, opacando la línea tras kilómetros de concreto.
Y no digo esto a la ligera. El horizonte fue mi sueño. No buscaba fama o fortuna, no me interesaba llegar hasta él o saber qué se esconde tras sus faldas; aspiraba únicamente a mirar su planaridad.
El hombre nunca fue un obstáculo para mí. Ninguna colección de músculos o cerebros es capaz de frenar la determinación de un enfermo. Dediqué las primeras semanas de mi vida adulta a hallar el estructura más alta de la ciudad. No fue tarea fácil. Analizar cerca de mil quinientos kilómetros cuadrados de bloques, usualmente privados, se dice en meras once palabras, pero requiere varios pares de zapatos para ejecutarse.
Finalmente elegí la Torre Cristal, una larga lanza achatada de la punta, llegando a una altura de setesientos metros. Su cuerpo dotaba a los más crédulos de un hogar que iba desde los ciento treinta metros cuadrados en la base, hasta los ridículos cuarentaydos en la punta. Su precio aumentaba con el número de pisos que debía recorrer el ascensor.
Me tomó una vida de sacrificios, negocios sucios y noches en vela conseguir el dinero suficiente para comprar el penthouse y hacer que el dueño anterior sufriera un accidente que lo obligara a buscar una habitación más cercana al suelo. No me arrepentía de nada, al fin lograría ver la línea del fin de mi mundo.
Las ansias me mataban durante los tres minutos que me tomó llegar a la cima de la torre. Me tomó otros tres abrir la puerta por culpa de mis manos temblorosas. Corrí hasta la ventana, y comencé a llorar: nada más que montañas frente a mi.
No espero que entiendan o perdonen mis actos, sólo quiero que comprendan mis motivos.
Nunca vi un horizonte. La naturaleza me venció donde el hombre fracasó.
Y no digo esto a la ligera. El horizonte fue mi sueño. No buscaba fama o fortuna, no me interesaba llegar hasta él o saber qué se esconde tras sus faldas; aspiraba únicamente a mirar su planaridad.
El hombre nunca fue un obstáculo para mí. Ninguna colección de músculos o cerebros es capaz de frenar la determinación de un enfermo. Dediqué las primeras semanas de mi vida adulta a hallar el estructura más alta de la ciudad. No fue tarea fácil. Analizar cerca de mil quinientos kilómetros cuadrados de bloques, usualmente privados, se dice en meras once palabras, pero requiere varios pares de zapatos para ejecutarse.
Finalmente elegí la Torre Cristal, una larga lanza achatada de la punta, llegando a una altura de setesientos metros. Su cuerpo dotaba a los más crédulos de un hogar que iba desde los ciento treinta metros cuadrados en la base, hasta los ridículos cuarentaydos en la punta. Su precio aumentaba con el número de pisos que debía recorrer el ascensor.
Me tomó una vida de sacrificios, negocios sucios y noches en vela conseguir el dinero suficiente para comprar el penthouse y hacer que el dueño anterior sufriera un accidente que lo obligara a buscar una habitación más cercana al suelo. No me arrepentía de nada, al fin lograría ver la línea del fin de mi mundo.
Las ansias me mataban durante los tres minutos que me tomó llegar a la cima de la torre. Me tomó otros tres abrir la puerta por culpa de mis manos temblorosas. Corrí hasta la ventana, y comencé a llorar: nada más que montañas frente a mi.
No espero que entiendan o perdonen mis actos, sólo quiero que comprendan mis motivos.
Nunca vi un horizonte. La naturaleza me venció donde el hombre fracasó.
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